Señoras,
señores, chavales y chavalotas, montañeses de los
ultramarinos y sorianos de los coloniales, militares sin
graduación de la Maestranza de Artillería, capillitas del
Baratillo y de la Carretería, trajes negros de la
Sacramental del Sagrario, reventas de la contaduría de
Pagés, silleros del Jueves Santo en la Punta del Diamante,
socios del Aero, recoveros de la Plaza, fruteros de la calle
Arfe, turistas del Hotel Simón, filatélicos de la Plaza
del Cabildo, moyatosos todos de Casa Morales, queridos
concurdáneos arenalenses todos:
Por aquí por el barrio se alojó Cervantes, que aun
siendo manco se llevó tela de las alcabalas que recaudaba
para Su Católica Majestad.
(Una voz del tendido 11, que viene por la calle Adriano:
-- Anda que si llega a tener los dos brazos...
-- Vamos a escuchar.
-- Eso, vamos a callarnos...)
Se alojó el genial manco mangón, decía, en la calle de
Gradas esquina a Bayona, en la posada de Tomás Pérez,
donde ahora está el Servicio Andaluz de Salud, como
recuerda uno de los azulejos que Juan Laffita llamaba
"el Vía Crucis cervantino". Lo sé porque nací
frente por frente, junto a la casa de don Pascual Lázaro,
el librero, el heredero de Sobrinos de Izquierdo, los
editores de Muñoz y Pabón. Lástima que Cervantes viniera
tan temprano a este trozo ilustre del geminiano barrio del
Arenal, el que tiene dos caras, la una pueblerina que da a
los despachos de pan y tortas y a las mercerías de la calle
Arfe y la otra capitalina y universal, la que da a la
Catedral y al mejor cahíz de tierra del mundo. Digo que
lástima que Cervantes viniera tan pronto, antes de que
Vicente el Traga hubiera abierto la taberna, porque se
perdió un chaparrón bueno de personajes para sus novelas
ejemplares y su historia del ingenioso hidalgo. Sabido es
que el manco de Lepanto, que fue una batalla con nombre de
coñac o de gorro de marinero del Cuartel de Instrucción de
San Fernando... Sabido es, venía diciendo, mis queridos
concurdáneos, que el manco de Lepanto no era sólo mangón
de maravedíes de las alcabalas del Rey Nuestro Señor, sino
mangón de oído. Gracias a que mangó y que fue guardado en
la Cárcel Real de Entrecárceles, junto a la Bodeguita del
mismo nombre y frente a Herrera el de las plumas y al
estanco de Corpas, pudo Cervantes oír tras las rejas todas
las historias de licenciados vidrieras y de ingeniosos
hidalgos que luego copió del tirón en sus novelas. Que en
este punto, Don Miguel desmiente el dicho popular de lo que
le pasa al que la copia. El que la copia, a veces, escribe
El Quijote y las Novelas Ejemplares, que no la mama yo
quiero saber donde son los cantantes.
Y entre la posada de Tomás Pérez y la Cárcel Real,
yendo quizá a comprar un poquito de pescado a Isabelita en
la Puertalarená, conoció Cervantes la que tenían armada
en el barrio Rinconete y Cortadillo, especialmente por la
parte del Compás de la Laguna y por el monte del
Malbaratillo. Que fue la nuestra siempre, como llevo dicho,
oh ilustre parroquia del Sagrario de San Clemente y de esta
taberna de la memoria, collación de dos caras, donde
abundaban los rateros y los canónigos, los consignatarios
de buques y los guachis del muelle, las busconas y las
señoras de la novena de la Virgen de los Reyes, los socios
del Aero Club y los viejos de la Caridad, los Filomenos de
Aspe y los Palis.
Y digo, oh insignes seguidores de Florencio Quintero en
el arte de migar el tinto, que es pena, pena de San Vicente
el del Canasto, que el manco mangón robador de oído
llegara al barrio del Arenal, alrededores del Postigo,
calles de Gradas, de Bayona, de la Mosca y de la Mar, cuando
el ilustrísimo señor don Vicente Rodríguez Carmona, El
Traga o Tragatapas en el siglo de las luces, aún no había
pronunciado su discurso de ingreso en la Real Academia
Sevillana de las Buenas Tabernas ni pagado la licencia
municipal de apertura de su centro cultural. Pues fue tanta,
y tan llena de gracia la concurrencia de ingenios sevillanos
en este emporio universal de sabiduría, que el manco
mangón es que se hubiera hinchado, y mucha mayor gloria, y
más inmarcesible, hubieran hallado sus novelas ejemplares
con la historia de La Simona y El Gringo que con la de
Rinconete y Cortadillo y, por descontado que Eduardo
Rodríguez Carmona, en el siglo Traga II, hubiera mandado a
tomar por saco no digo ya al Licenciado Vidriera, sino
incluso al propio Alonso Quijano, pues el hidalgo caballero
no estuvo en su vida enamorado de doña Carmen Polo de
Franco como Eduardo lo estaba de su Dulcinea del Pardo.
Pero como Dios está arriba y mayormente en la Plaza de
San Lorenzo, y pasa por la Punta del Diamante todas las
madrugadas camino de la Catedral, y luego por la esquina de
Contreras, donde ahora Los Jabuguitos, cuando vuelve a su
casa quebrando albores de vencejos...
-- Maestro, que esto no es el pregón del Arenal...
-- Menos cachondeíto y déjeme usted seguir, so
mamón...
Que como Dios está arriba y su Santa Madre está en la
Capillita del Arco, que son los mejores cien gramos de
Catedral que se despachan en el puesto de Juana la
Calentera, pues ha querido que lo que a conocer no llegó,
porque vino demasiado pronto, el señor don Miguel de
Cervantes y Saavedra, lo conociera don José Antonio de
Garmendia y No Me Sé el Segundo Apellido, lo siento, niño,
que uno no es de la Social para ir pidiendo el carné.
Esos personajes de Cervantes, en busca de autor, estaban
sueltos por el barrio. Por el mejor palmo de suelo del mejor
cahíz. Que es esa plazoletita sin nombre que forma con la
de Jimios y la de Fernández y González la calle de la Mar,
de la mar de malamente dedicada a García de Vinuesa que
está, pues García de Vinuesa fue un alcalde Pavón más
que Palanqueta, que se hartó de derribar murallas. Esos
personajes cervantinos los ha encontrado Garmendia en el
paisaje de la esquina de Casa Morales, que es el recuerdo
del Marqués de las Cabriolas, del Conde de la Natilla, de
Er 77, de los dibujos de Andrés Martínez de León, salón
literario que abrían los hermanos Leocadio y Eduardo
Morales a las musas del Valdepeñas. En el paisaje de la
otra esquina, la de la Pescadería La Isla. Frente al baby y
los gatos de Luis Fernández Palacios, el de La Andaluza.
Frente a donde estaba Confecciones Giralda, un poco más
acá de la Ferretería del Arenal, de la tienda del
fontanero, porque ya no metemos en la acera del Hotel
Simón, y la gracia, oh, señoras y señores, viene para
esta parte, para donde ahí frente está el Valentino Bar,
que no era cierto que se comunicara por dentro con el Aero
Club, pero no vamos a ser tan malvados, señoras y señores,
que dejemos en mal lugar de la memoria las hidalgas y
nobilísimas braguetas de sus señores socios. El Valentino,
por el buen nombre de aquellos nobilísimos sevillanos,
habrá de estar siempre comunicado con el Aero Club, donde
todos ellos habrán de dejar bien alto el pabellón del
ustedes ya me entienden.
Y aquí frente, donde luego Lola Flores puso comercio de
copas a un mancebo no precisamente de la farmacia de Cuerda,
estaba Riamen, la tienda de motos de Serafín Méndez, que
se mató el pobre en una de ellas echando carreras frente al
Puesto de los Monos, que es sitio de echar carreras.
Carreras, carreras, las que echaban delante del toro muchos
muchachos que por aquí pasaban, camino de la sastrería de
Manfredi, para que les hiciera su vestido blanco para
debutar con caballos en la plaza del Arenal. Puerta más
allá del oloroso Horno de San José, homónimo del Corral
que era chispa más o menos el lugar de la Mancha del
ingenioso hidalgo Don Vicente el Traga, según habrá de ver
quien se empape bien empapado del libro de Garmedia. Quien
colocó en esta plazoleta su Jardín de Academos, su
Parnaso. Su taberna.
A estas alturas de curso, señoras y señores, suele
servidor dividir los libros en dos grandes grupos: aquellos
que le hubiera gustado escribir y aquellos otros que no hay
Guardia Civil suficiente no ya para que los hubiera escrito,
sino para leerlos. El libro de Garmendia que están
estropeando los excesivos capotazos de este discurso en
forma prólogo no solamente es de los primeros, sino de los
que, usando sus mismos términos, hacen que le diga uno al
autor:
-- Garmendia, mamón, qué pedazo de libro has escrito.
Son de los libros que a quienes nos dedicamos a la
escritura nos corroen de envidia cochina. Lo que ocurre es
que otros no lo dicen. Servidor, si: llamando de todo y por
su orden al autor, pero lo dice. Mamón, qué pedazo de
libro, qué Sevilla, qué galería de personajes, qué
gracia contándolo. Te odio.
Porque este cervantino Garmendia, este cronista del mejor
palmo de barra del mejor cahíz de tierra del mundo, no
solamente cuenta historias increíbles de buenas, sino que
las cuenta divinamente. Un mojón pá la narrativa andaluza,
José Antonio. Tú sí que cuentas bien las cosas, sin
pretensiones de Planeta ni tonterías de Alfaguara, joé,
que se le calienta a uno la boca, y eso que no lo he
probado, niño, que el mostrador de Morales está intacto, y
aún no he puesto un pie en la Bodega Salazar...
No sé con qué quedarme de este libro: si con la
galería de personajes o con la capacidad narradora de
Garmendia.
--- Pues quédese usted con las dos, hombre... Total, ¿a
usted qué más le da? Así queda mejor con el chiquillo que
con tanta ilusión le ha pedido el prólogo...
Ea, pues nos quedamos.
-- ¿Se las envuelvo o se las lleva puestas?
No, me las llevo puestas, en la memoria, las historias de
este mosaico romano de Itálica, taraceado como un
cordobán. No se pueden describir mejor los personajes.
Aunque le pise las ideas, y, como en la bulla del Baratillo,
me diga Garmendia:
-- A ver si miramos dónde ponemos los pies...
Aunque le pise el relato genial, no habré de resistirme
a destacar, de cuanto ustedes, queridos concurdáneos, van a
hallar en estas páginas, a las siguientes personas y
personillas que andan por la memoria de aquella Sevilla:
El Brillantina, que se murió en inglés y que quería
pedirle un taxi en la feria a Doña Carmen Polo de Franco
para que no volviera andando al Alcázar por la calle San
Fernando.
-- Ole...
Es lo que hay que decir a Garmendia en cada hallazgo, Mas
esperen, que hay más:
El Traga, que andaba entre paréntesis.
--Ole...
Y así, con un ole de verónica o de natural, un ole de
plazalostoros que llega desde la calle Adriano, sigan
coreando lo que sigue de la galería de sevillanos ilustres:
Beni Garret, el vocalista que sólo cantó en público el
día que hizo el examen para sacar el carné de artista del
Sindicato.
Manuel el guitarrista, confitero jubilado de la
Alcaicería, que se venía andando desde La Pañoleta para
tocar el "Romance anónimo de Tárrega" cuando
estaba inspirado.
El Loqui de Triana, que le pedía al señorito don
Joaquín que le diera otra patá, que aquella le había
sabido a poco.
Joseliqui, que despreciaba al Pesetita porque no pedía
cinco duros.
Emilio el Mogro, que en la guerra química se gastó el
dinero para caretas de gas y le llevó bigotes a las
vecinas.
Eduardo Balbontín, que al contemplar el mar dijo:
"Ojú, la que ha tenío que caer esta noche..."
Enrique el Cojo, que al pisar con su bota ortopédica a
un marisquero en la feria, oyó que le decían:
"Maestro, ¿dónde va usted con la cómoda?"
Y así, en distintas hornacinas del retablo,
encontraremos a Juan Britto y a Paco Herrera, a Paco Nevera
y al Niño Salas, a Juan Delnido y a Guillermo Mancheño, al
Niño de la Isla, a los Hermanos Gutiérrez, al Piripi, a
Garbancito. Y a los marisqueros de canasto en forma de
guitarra, El Vinagre, El Sanlúcar, El Rubio, El Moreno. Y
como un rompimiento de gloria en el remate de este retablo,
los dioses mayores de la Bética Triangular de Sevilla,
Cádiz y Huelva y Pare Usted de Contar: Beni y El Cojito
Peroche, o El Cojito Peroche y El Beni, tanto monta de la
gracia, donde ya se confunden los meridianos, pues habremos
de encontrar referidas al uno historias que en la Tacita
pasan por ser del otro y viceversa... con tagarninas,
naturalmente. Da igual. Si el dinero no tiene patria, la
gracia no tiene cuna y San José es carpintero y le va a
hacer una en el corral donde va a nacer El Traga con el
único fin de poner una taberna para que Garmendia pueda
inmortalizarlo en un libro por el que Cervantes seguro que
habría dado gustoso el otro brazo, aunque tuviera que
mangar a bocados.
Quédame para el final, pero no lo último, o para lo
último, pero no al final...
-- ¿En qué quedamos?
-- En una casa del Compás de la Mancebía donde está tu
hermana de pupila desde el siglo XVI, so sieso manío...
Quédame para el final, señores todos de la memoria de
la taberna, concurdáneos hispalenses en general y
preferencia, decir que este libro es el mejor de literatura
tabernaria que se haya publicado en España. Aventaja con
mucho (Betis es) a aquella "Historia de una
taberna" que escribió Antonio Díaz Cañabate sobre la
que el torero Antonio Sánchez tenía en el Mesón de
Paredes madrileño. No por nada, sino porque El Traga tenía
siete mil millones de veces más gracia que Antonio
Sánchez, y Garmendia cuenta las cosas otros siete mil
millones de veces con más arte que El Caña, que era un
esaborío por mucho Don Antonio que le dijeran los toreros
para que no los pusiera malamente en las crónicas.
Y al final, pero al final de todo, de verdad de la buena,
sin ese Arte del Queo cuya praxis aquí se explica, lo
genial de esta Sevilla donde los seises no son seis, sino
diez y en la plaza del Arenal no hay arena, sino albero: en
la taberna del Tragatapas nunca hubo tapas.
Solamente hubo un Cervantes tardío, José Antonio
Garmendia, que gracias a Dios que estaba por allí al
contrario de los Ximios de las figuritas: para oírlo, verlo
y contarlo en este libro rotundo de aciertos. No es que en
Sevilla se esté perdiendo la gracia. Es que no quedan
Cervantes o Garmendias para contarlo.
Así que ya le diré a usted, don José Antonio, dónde
me tiene que mandar por Nochebuena ese pavo que me va a
comprar usted en el Mercado de Entradores.
He dicho.
Pero el que ha dicho tela marinera del telón del Teatro
San Fernando es Garmendia en este libro, preciado tesoro de
sevillanidad y de gracia que tiene usted entre las manos.
Antonio Burgos
Barrio del Postigo, Feria de San Miguel del 2000
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